Apenas él le repasaba con la palma de su mano el pezón, a
ella se le agolpaba el ritmo y caían en húmedas tempestades, en salvajes
espasmos, en agonías exasperantes. Cada vez que él procuraba peinar sus bosques
de vello, se enredaba en tal vaivén quejumbroso que tenía que posarse de cara a
ese denso terciopelo, sintiendo cómo poco a poco esas selvas se espesaban, se
iban apelmazando, escurriendo, y así
poder quedar tendido como el suelo de tierra al que se la han dejado
caer gotas de huracán. Apenas se empiernaban, algo como un corto circuito los
embestía, los extraviaba y paralizaba, de pronto era un tifón, la estruendosa
marea que convulsiona, la centelleante orquesta del infierno, los esperpentos
del orgasmo en una tiránica y olímpica ola. Clemencia! Clemencia! Arrastrados
hasta la cima del universo, se sentían fluorescentes, libélulas, aguamar.
Temblaba el cielo y se vencían las bóvedas y todo se disolvía en un profundo
vórtice, en cascadas de flujo, inundando sábanas, en caricias casi crueles que
los arrinconaba hasta el límite de las lujurias…
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